¡Dios mío! Decir que el dolor
echa raíces en mí. En mí crece. Grita. Cerebro, ¿hasta qué punto controlas toda
esa distorsión? Vida mía, ¿Cuál es tu parte de responsabilidad? A veces, dudé
de que la polio o el accidente hubiesen existido realmente, pensé que mi cuerpo
lo inventó todo, que nació con él, que desbarató sólo por un oscuro deseo de
destrucción.
Un cuerpo es un todo, ¿no es
verdad? Una armonía. Si se le arranca un elemento – aunque sea mediante cirugía
estética –, siempre le faltará algo. Una parte del cuerpo que se transforma,
que se amputa, es el inicio de una lenta mutilación. Otras cosas seguirán
siendo amputadas, hasta que ya no quede nada. Así es como pienso. Y mi vida ha
sido ese proceso.
Algunos ingenuos – ¿o serán irónicos? – se atreven aún a preguntarme por qué siempre me represento tan seria en mis cuadros. Los miro sin parpadear y sin contestar. No voy a pintarme riendo constantemente. No es que me deje ir en la vida de cada día – incluso hasta ese punto –, pero cuanto me encuentro sola ante mí misma – y ese es el caso cuando pinto, sin alternativa posible –, no, realmente, no tengo ganas de reír. Mi vida es una historia seria. Y, me atrevería a afirmar, que pintar también lo es.
¡Oh Dios mío! Acostarme. No sé lo
que está pasando. Tengo la sensación de que mi columna vertebral no es la única
que sea el dolor que se instala en mi espalda. Como si los nervios unidos a
ella se erizasen. Como si los músculos que la sostienen, que tratan de
sostenerla y trabajan tanto que se anudan, ellos mismos sufrieran para no
soltar prenda. De la nuca a la combadura de los riñones, un dolor compacto y
sordo, y la impresión de una fragilidad extrema. Qué es lo que aguanta a qué,
no lo sé. Todo se atasca, todo se aflojará.
Oh, Dios mío, acostarme.
¿Cuántos corsés y demás aparatos
ortopédicos he llevado en mi vida? Como mínimo, treinta. Algunos los he
decorado: con pintura, con trozos de tela o de papeles pegados, plumas
multicolores, pedazos de espejo…
Sin embargo, a pesar de ese
cuerpo herido y adornado con trozos de yeso y de hierro antiestéticos, tengo
que reconocer que he sido << locamente amada>>, según la expresión
de Breton.
Tlazolteotl, diosa del Amor,
debió estar conmigo.
He sido amada, amada, amada – no
lo suficiente, porque nunca se quiere suficientemente, una vida no basta –.
Y yo he amado sin cesar. Con amor, con
amistad. A hombres y mujeres.
Un día un hombre me dijo que
hacía el amor como una lesbiana. Me eché a reír. Le pregunté si era un
cumplido. Me respondió afirmativamente. Entonces le dije que en mi opinión una
mujer goza con todo su cuerpo, y que ése era el privilegio del amor entre
mujeres. Un conocimiento más profundo del cuerpo del otro, tu semejante, un
placer más total. El reconocimiento de una aliada. A pesar de su aventura muy
superficial que tuve durante mi adolescencia, no creo, de no haber sido por el
accidente, que hubiese vuelto a hacer el amor con una mujer.
El accidente determinó tantas
cosas, creo, desde el elemento pintura hasta mi forma de amar. Tantas ganas de
sobrevivir implicaban una gran exigencia de la vida. Esperé mucho de ella,
consciente, a cada paso, de lo que estuve a punto de perder. No había medias
tintas, tenía que ser todo o nada. De la vida, del amor, tuve sed inagotable. Además,
cuanto más herido estaba mi cuerpo, más necesitaba confiarlo a las mujeres:
ellas lo entendían mejor. Entendimiento tácito, dulzura inmediata. (Sin
embargo, prefiero a los hombres, realmente, aunque Diego se empeñe en sostener
lo contrario, recordando, ante una asamblea, cómo flirteaba con Georgia
O’Keeffe, en Nueva York).
“Tu sexualidad es turbia, se lee
en tus cuadros”, me han dicho alguna vez. Creo que hacen ilusión a los cuadros
en los que mi rostro tiene unos rasgos más masculinos. O a detalles: en tal
cuadro, mira, hay un caracol, un símbolo de hermafroditismo… Ah, sí, ¡y mi
sempiterno “bigote”! A ese respecto debo confesarlo: es una historia con Diego.
Una vez, se me ocurrió depilármelo, y Diego se puso histérico. A Diego le gusta
mi bigote, ese signo de distinción, en el siglo XIX, de las mujeres de la
burguesía mexicana que mostraban de ese modo sus orígenes españoles (Como se
sabe, el indio es imberbe.)
Creo que somos múltiples: que un
hombre lleva marca de la feminidad; que una mujer lleva el elemento hombre y
que ambos llevan el niño en ellos.
¿Hay erotismo en mi pintura? Se
mantiene en el límite. Es precisamente ese límite el que desvela, a mi
entender, la fuerza del erotismo. Si descubriese la totalidad, la tensión
desaparecería, y con ella la sensualidad contenida en una mirada, en la postura
de una mano, en un pliegue del vestido, en la materia de una planta, una
sombra, un color.
¿Hay masoquismo, perversidad, en
la representación de ese cuerpo desollado? Dejo a quien corresponda el cuidado
de analizar ese destino, marcado en la piel.
En cambio, no doy a nadie el derecho
de juzgar mis heridas, reales o simbólicas. Mi vida está inscrita en ellas al
rojo vivo, mi envoltorio era transparente. Se apoderó excesivamente de mí,
poseyéndome a cada instante. Como contrapartida, aunque el asunto era arduo, la
sentí más cercana. No tenemos derecho a juzgar una vida tan densa, ni su
fuerza, traducida en pintura.
¿Azar? ¿Fatalidad? No hay
respuesta para tanto dolor.
FRIDA KAHLO
Imagen 1: FRIDA KAHLO. Raíces. 1943. Colección Marilyn O. Lubetkin.
Imagen 2: FRIDA KAHLO. Autorretrato con collar de espinas y colibrí. 1940. Colección Harry Ransom Humanities Research Center Art. The University of Texas (Austin, Texas, USA).
Imagen 3: FRIDA KAHLO. Dos desnudos en el bosque. 1939. Colección Privada.
Imagen 4: FRIDA KAHLO. Henry Ford Hospital. 1932. Colección Dolores Olmedo (Ciudad de México).
Imagen 5: FRIDA KAHLO. Autorretrato. 1948. Colección Privada.
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